viernes, julio 02, 2004

MELIÈS VISTO EN EL SIGLO XXI

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Circula por Ecuador una muestra de películas de los pioneros del cine. Se trata de aquellas obras, olvidadas o arriconadas en las estanterías de algunas cinematecas y que de pronto han cobrado nueva existencia por efecto de la restauración y del soporte digital. Algunas de ellas indudablemente han sido y siguen siendo referentes en la historia del cine, y otras sencillamente son asombrosas piezas que para el cinéfilo de hoy son verdaderos descubrimientos. De hecho, para las nuevas generaciones, el mundo de los pioneros en sí es un verdadero hallazgo por cuanto aquél está constituido por piezas que pueden verse completamente como arqueológicas. Verdaderos documentos que, a decir de Michel Foucault, ahora son en sí piezas arqueológicas (no tanto por su antigüedad), porque ellas manifiestan un otro discurso, actualmente en desuso: el de las artesanía icónica.

Una pequeña muestra es lo que se ve del trabajo de uno de los pioneros, Georges Méliès, mago y prestidigitador, quien supo usar el invento de los hermanos Lumière, el cinematógrafo, para hacer lo que hoy son maravillas por su novedad e ingenuidad. Mudas todas ellas, como las 503 piezas que constituyen su filmografía realizada entre 1896 y 1913, siguen siendo objeto de admiración porque en su conjunto muestran ingenio y destreza. En este sentido, se vieron: "El viaje imposible" (1904), "El viaje a la luna" (1902), "El eclipse" (1907), "El cocinero" (1904), "La sirena" (1904) y, "Fotógrafo sin cable" (1908), cortometrajes, para su tiempo, fantásticos y que desafiaron el interés de quienes aún veían en el cine un arte que no iba a prosperar.

Méliès, como todo pionero, trataba denodadamente de mostrar las posibilidades y potencialidades de una nueva tecnología que para su momento todavía era limitada. En esa limitación, justamente, es que él encontró una veta que luego, años después, sería el eje del desarrollo del cine. A Méliès hay que reconocerle el haber empleado el escenario teatral o de circo para sus puestas en escena. Con él en realidad nace el cine fantástico alrededor de pequeños o incipientes relatos cuya característica eran particularmente los hechos y los accidentes. En su obra no importan los argumentos totalmente estructurados, porque de hecho no existen, sino los trucajes con los que realmente hizo ver que el cine no era simplemente un espejo de la realidad o documental.

Su cine, incluso para inicios del siglo XX, es como el reino del sueño. Las imágenes son desordenadas, los personajes brincan, las cosas aparecen y desaparecen o se transforman sin más. De pronto aparecen personajes fantásticos: el Polo Norte personificado en una especie de monstruo, el sol o la luna con una caras languidecientes… todos ellos como si estuvieran pegados a escenarios pintados. Es el dominio del encantamiento: cine de artimaña donde los fondos hablan al mismo tiempo que los personajes, aceleraciones de la cinta que dicen que es posible manipular el tiempo, sobreimpresiones y fundidos que expresan que se puede hacer trasposiciones o metamorfosis, e incluso sustituciones donde las cosas pasan a ser otras cosas. Teatro ilusionístico que claramente abrió senderos a la incipiente cinematografía todavía constituida de exploradores, de viajeros, de pequeños artistas que preguntaban grandes cosas al cinematógrafo. En esos tiempos, claramente, todavía no existía la industria del cine y eso hacía, a la luz de nuestros días, su impresionante magia. Méliès como quienes le siguieron, hacían cine para ilusionar y al mismo tiempo para ellos encontrar respuestas creativas a sus más incipientes necesidades comunicativas.

Hoy, cuando todavía estamos pasando lentamente las puertas del siglo XXI, las películas de Méliès siguen siendo como en su momento lo han sido: mágicas y ejercicios magistralmente artesanales.

Se dice que todo comenzó cuando a él se le trabó accidentalmente su máquina cinematográfica durante un rodaje. Cuando volvió a retomar la filmación no se dio cuenta que el paisaje de una plaza que él registraba, había cambiado: ya no estaban allá los mismos transeúntes ni los vehículos. Como él alguna vez contaba, en lugar del tranvía, aparecía un carro fúnebre. Sin proponérselo había descubierto el montaje en cámara. Y ése en sí sería realmente el truco y el quid de su cine: elaborado de accidentes, de caprichosos cambios y, en otros casos, de supuestos errores fortuitos que luego serían el corazón de la fantasía cinematográfica. Artesanía pura: Méliès trabajaba con el cine cual si se tratase de arcilla a la que había dar forma; a ella le aumentaba o le quitaba cosas, le hacía aparecer y desaparecer, la moldeaba a gusto. Investigaba con la técnica como quien hace experimentos en vivo para ver qué pasaba y… el resultado, era claramente un cine elaborado de piezas, de saltos, de cambios, en definitiva de fantasmas y demonios que también tenían vida propia en las improvisadas pantallas donde se proyectaban estas obras. Aparte de ello, aprovechaba lo que había del teatro y del circo, la pirotecnia y el confeti. Esta y otra artesanía hoy es empleada bajo el mando de los millones de dólares para hacer películas que también producen millones de dólares. Si Méliès hubiera patentado todos sus descubrimientos, como hoy se hacen las cosas, seguramente no se hubiera muerto medio pobre… pero en fin, no importa eso. Lo trascendental es que su obra artesanal dejó millones de semillas que todavía siguen produciendo frutos maravillosos que aún exhalan ingenio.

Y una palabra más: Méliès desafió a los escépticos. Cuando se veía al cine como una especie de tecnología que no prometía mucho, aquél hizo posible lo imposible: mostrar la luna o el sol, viajar hacia ellos y encima hacernos conocer sus parajes. Como dice Georges Sadoul, los mismos escépticos se vieron convencidos al creer que evidentemente se había viajado fuera de la tierra para filmar los agrestes paisajes. Y éstos no eran nada más que telones y maderas pintadas entre las que se movían los personajes de levita meliesianos.

Iván Rodrigo Mendizábal

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